––Ha
pasado mucho tiempo –pienso al verlo.
––¿Tanto
tiempo ha pasado?
Sus
paredes encarnadas lo asemejan a una casa de muñecas hechas de porcelana, donde
se quiebra la infancia, dando paso a la briosa arrogancia de la adolescencia;
presente sin salvedad en la persona que fui, por aquella época perdida y
levemente añorada. Pocas diferencias puedo encontrar, entre su viva imagen y mi
recuerdo de filigrana, pues tan inmutable ha permanecido este colegio durante doce
años, como nuestra vetusta Catedral durante cientos. Si bien es verdad, que el
único rito que tenía lugar en este templo, era el de la rayente tiza sobre la
pizarra utilizada por el maestro; la algarada de tanta chavalería extenuada por
las clases; la chirriante canturía de la tabla de multiplicar de los diez
primeros números naturales, o alguna escala desafinada, en acompañamiento de un
piano en semejantes condiciones; el paseíllo del insumiso hacia el despacho del
imponente jefe de estudios; y, como no, los amores inocentes, sin más
pretensión que la de un beso en las mejillas rosáceas, pues veíase osadía el
encuentro de unos labios frente a frente. Las aulas estaban presididas por un
retrato del monarca y, cuando en cuando, un crucifijo residual, habiendo en
cuenta la laicidad de este colegio público. Ciertamente acontecía que rosarios,
padrenuestros y otras oraciones devotas no ocupaban lugar entre el conocimiento
que allí era transmitido; si es que las oraciones pueden considerarse como tal.
Todo
esto entrañaba el colegio de puertas para adentro, mas era su recinto entechado
por nada más que sol, lluvia y, no pocas veces, canos copos de nieve, lo que
profundamente enraizó en mi recuerdo. Pasábamos allí intensísimos momentos,
fugaces tal segundos, para nuestra conciencia de niño. El patio era rectangular
y sus lados más cortos estaban delimitados por las alas del edificio con forma
de ce, cuyas paredes servían de frontón contra el que empotrar la pelota, ya
fuera con la mano, el pie o hasta las narices; uno de los lados más largos del
patio rayaba con la pared de la fachada principal, prolongándose un tramo por
debajo de los soportales, allí donde anidaban los más recogidos y su eco; el
único lado que no lindaba con el edificio lo hacía con una calle de amenazante
carretera, razón del enverjado todavía más peligroso, que servía de iniciación
a la escalada para los chavales con
habilidades trepadoras de simio. Sobre el suelo de este rectángulo,
superponíanse los campos, el de fútbol sala y los dos de baloncesto,
convivencia por la cual, era necesario hacer un esfuerzo para distinguir sus
áreas. Las minorías que constituían los aficionados al baloncesto, como es
común en las minorías, tenían que sucumbir ante la ocupación mayoritaria, y
finalmente, unirse a este batallón, abandonando sus gustos más espontáneos. El
suelo era rojizo carne viva, sobre el cual despellejarse las rodillas era
invisible, mas no por ello indoloro, debido a la implacable aspereza de la
superficie y su dureza. Y allí, erguidas las canastas y los palos de las porterías,
contemplaban ese lugar de exilio infantil, de recreo, de compañerismo; pero
también de batalla, de burlas y crueldad comparables, aunque menos
artificiosas, a las maldades de la senectud.
De
la fachada principal colgaba un balcón, utilizado en ocasiones para la
presentación de alguna autoridad o persona reconocida que visitara el colegio.
Las banderas enarboladas por encima de la baranda, pudieran ser las de España y
Castilla y León; asegurarlo es arriesgado porque, como ocurre en la actualidad,
estaban sumamente deslavazadas. Y superando en altura a las banderas, ancladas
una a una en la pared, con la misma separación, y con tan poca gracia, unas
letras formaban tres palabras, y las tres palabras se leían: «Colegio
Generalísimo Franco». Más tarde, en consonancia con la cultura del colegio,
pasó a recibir el nombre de nuestro río, mucho más agraciado, saltarín, germen
de océano, saciador de sed de semilla, frondoso árbol de conocimiento algún
día. Ese es mi colegio, todo nuestro y nuestro río, El Arlanzón.