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domingo, 5 de mayo de 2013

El colegio del Arlanzón

––Ha pasado mucho tiempo –pienso al verlo.
––¿Tanto tiempo ha pasado?

Sus paredes encarnadas lo asemejan a una casa de muñecas hechas de porcelana, donde se quiebra la infancia, dando paso a la briosa arrogancia de la adolescencia; presente sin salvedad en la persona que fui, por aquella época perdida y levemente añorada. Pocas diferencias puedo encontrar, entre su viva imagen y mi recuerdo de filigrana, pues tan inmutable ha permanecido este colegio durante doce años, como nuestra vetusta Catedral durante cientos. Si bien es verdad, que el único rito que tenía lugar en este templo, era el de la rayente tiza sobre la pizarra utilizada por el maestro; la algarada de tanta chavalería extenuada por las clases; la chirriante canturía de la tabla de multiplicar de los diez primeros números naturales, o alguna escala desafinada, en acompañamiento de un piano en semejantes condiciones; el paseíllo del insumiso hacia el despacho del imponente jefe de estudios; y, como no, los amores inocentes, sin más pretensión que la de un beso en las mejillas rosáceas, pues veíase osadía el encuentro de unos labios frente a frente. Las aulas estaban presididas por un retrato del monarca y, cuando en cuando, un crucifijo residual, habiendo en cuenta la laicidad de este colegio público. Ciertamente acontecía que rosarios, padrenuestros y otras oraciones devotas no ocupaban lugar entre el conocimiento que allí era transmitido; si es que las oraciones pueden considerarse como tal.

Todo esto entrañaba el colegio de puertas para adentro, mas era su recinto entechado por nada más que sol, lluvia y, no pocas veces, canos copos de nieve, lo que profundamente enraizó en mi recuerdo. Pasábamos allí intensísimos momentos, fugaces tal segundos, para nuestra conciencia de niño. El patio era rectangular y sus lados más cortos estaban delimitados por las alas del edificio con forma de ce, cuyas paredes servían de frontón contra el que empotrar la pelota, ya fuera con la mano, el pie o hasta las narices; uno de los lados más largos del patio rayaba con la pared de la fachada principal, prolongándose un tramo por debajo de los soportales, allí donde anidaban los más recogidos y su eco; el único lado que no lindaba con el edificio lo hacía con una calle de amenazante carretera, razón del enverjado todavía más peligroso, que servía de iniciación a la escalada para  los chavales con habilidades trepadoras de simio. Sobre el suelo de este rectángulo, superponíanse los campos, el de fútbol sala y los dos de baloncesto, convivencia por la cual, era necesario hacer un esfuerzo para distinguir sus áreas. Las minorías que constituían los aficionados al baloncesto, como es común en las minorías, tenían que sucumbir ante la ocupación mayoritaria, y finalmente, unirse a este batallón, abandonando sus gustos más espontáneos. El suelo era rojizo carne viva, sobre el cual despellejarse las rodillas era invisible, mas no por ello indoloro, debido a la implacable aspereza de la superficie y su dureza. Y allí, erguidas las canastas y los palos de las porterías, contemplaban ese lugar de exilio infantil, de recreo, de compañerismo; pero también de batalla, de burlas y crueldad comparables, aunque menos artificiosas, a las maldades de la senectud.

De la fachada principal colgaba un balcón, utilizado en ocasiones para la presentación de alguna autoridad o persona reconocida que visitara el colegio. Las banderas enarboladas por encima de la baranda, pudieran ser las de España y Castilla y León; asegurarlo es arriesgado porque, como ocurre en la actualidad, estaban sumamente deslavazadas. Y superando en altura a las banderas, ancladas una a una en la pared, con la misma separación, y con tan poca gracia, unas letras formaban tres palabras, y las tres palabras se leían: «Colegio Generalísimo Franco». Más tarde, en consonancia con la cultura del colegio, pasó a recibir el nombre de nuestro río, mucho más agraciado, saltarín, germen de océano, saciador de sed de semilla, frondoso árbol de conocimiento algún día. Ese es mi colegio, todo nuestro y nuestro río, El Arlanzón.